Salmo 77 – Conoce el salmo y su significado

 

El Salmo 77 es un lamento y una súplica a Dios en momentos de angustia y desesperación. El salmista expresa su aflicción y su sensación de abandono por parte de Dios, pero también muestra su confianza en el poder y la fidelidad de Dios para salvarlo.

En medio de la angustia, el salmista se dirige a Dios con palabras fuertes y sinceras. Reconoce su dolor y su sufrimiento, pero también reconoce que Dios es capaz de traer consuelo y alivio. Con el corazón quebrantado, el salmista clama a Dios en busca de ayuda y esperanza.

En este Salmo, el salmista reflexiona sobre la grandeza de Dios y recuerda las obras maravillosas que Él ha realizado en el pasado. A pesar de sus dificultades actuales, el salmista encuentra consuelo y esperanza al recordar cómo Dios ha intervenido en situaciones difíciles en el pasado.

El salmista se cuestiona por qué Dios parece estar ausente en medio de su sufrimiento. Se siente abandonado y desamparado. Sin embargo, en lugar de quedarse en la desesperación, el salmista decide recordar las obras de Dios y confiar en su poder y amor. Aunque no comprende totalmente los caminos de Dios, sabe que Él es fiel y tiene el poder de cambiar su situación.

La importancia de recordar las obras de Dios

En momentos de dificultad y sufrimiento, es fácil perder de vista la bondad y el poder de Dios. Nos sentimos abrumados por nuestras circunstancias y nos preguntamos si Dios realmente se preocupa por nosotros. Sin embargo, el Salmo 77 nos enseña la importancia de recordar las obras de Dios en nuestras vidas.

Al recordar cómo Dios ha intervenido en el pasado, encontramos consuelo y esperanza en medio de nuestras dificultades actuales. Nos damos cuenta de que Dios es capaz de hacer cosas extraordinarias y que su amor y poder están presentes en nuestras vidas.

Recordar las obras de Dios también nos ayuda a fortalecer nuestra fe y confianza en Él. Nos recuerda que Dios es fiel y que sus promesas son verdaderas. Nos anima a seguir confiando en Él, incluso cuando las circunstancias parezcan desfavorables.

La honestidad en la relación con Dios

El Salmo 77 también nos enseña la importancia de ser honestos con Dios. El salmista no oculta su dolor y su confusión ante la aparente falta de respuesta de Dios. Expresa sus sentimientos de abandono y desesperación sin reservas.

La honestidad con Dios es fundamental en nuestra relación con Él. No debemos temer expresar nuestras emociones y preocupaciones. Dios nos invita a acercarnos a Él con sinceridad, sabiendo que Él nos escucha y nos entiende.

La honestidad con Dios nos permite encontrar consuelo y paz en Él. Al comunicarle nuestras preocupaciones y dudas, abrimos la puerta a su intervención y a su respuesta en nuestras vidas.

Confiar en el poder y la fidelidad de Dios

Aunque el salmista experimenta momentos de duda y confusión, en última instancia, decide confiar en el poder y la fidelidad de Dios. Sabe que Dios es capaz de cambiar su situación y de traerle consuelo y esperanza.

Nuestra confianza en Dios no se basa en nuestras circunstancias actuales, sino en su carácter y en su palabra. Confiar en Dios implica reconocer que Él es más grande que cualquier problema que enfrentemos y que tiene el poder de obrar milagros en nuestras vidas.

El Salmo 77 nos anima a confiar en Dios, incluso cuando no entendemos sus caminos. Nos recuerda que Dios es soberano y que su amor y fidelidad son inquebrantables. Podemos tener la seguridad de que Él está obrando en nuestras vidas, incluso en medio de la angustia y el sufrimiento.

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El Salmo 77 nos enseña la importancia de recordar las obras de Dios en nuestras vidas, incluso en medio de la angustia y el sufrimiento. Nos anima a confiar en el poder y la fidelidad de Dios, sabiendo que Él puede intervenir en nuestras circunstancias difíciles y traernos consuelo y esperanza.

 

Salmo Católico Completo (Salmo 77) para Leer e Imprimir

Mi pueblo, escucha mi enseñanza;
presta atención a las palabras de mi boca.
Abro mi boca con un proverbio,
expongo enigmas de tiempos antiguos,
cosas que hemos oído y conocido,
que nuestros padres nos contaron.
No las ocultaremos a sus hijos;
contaremos a la siguiente generación
las alabanzas del Señor y su poder,
las maravillas que hizo.
Él estableció un decreto en Jacob,
y dio la ley en Israel;
ordenó a nuestros padres
que la enseñaran a sus hijos,
para que la conociera la generación siguiente,
los hijos que habían de nacer;
y ellos, a su vez, la enseñaran a sus hijos.
Así se pondrían en Dios su confianza,
no olvidarían sus obras,
y cumplirían sus mandamientos.
No serían como sus padres,
generación terca y rebelde,
generación de corazón inconstante,
de espíritu infiel a Dios.
Los hijos de Efraín, arqueros armados,
volvieron la espalda en el día de la batalla.
No guardaron el pacto de Dios,
ni quisieron seguir su ley;
se olvidaron de sus obras
y de las maravillas que les había mostrado.
Ante nuestros padres hizo maravillas
en la tierra de Egipto, en el campo de Zoán.
Dividió el mar y los hizo pasar;
hizo que las aguas se levantaran como un muro.
Los guió de día con una nube,
y de noche con el resplandor de un fuego.
Partió las rocas en el desierto,
y les dio de beber como de grandes abismos.
Hizo brotar arroyos de la roca,
y las aguas corrieron como ríos.
Pero ellos siguieron pecando contra él,
rebelándose contra el Altísimo en el desierto.
Pusieron a Dios a prueba en sus corazones,
pidiendo comida a su antojo.
Hablaron contra Dios, diciendo:
«¿Podrá Dios preparar una mesa en el desierto?
Sí, hirió la roca, y brotaron aguas,
y corrieron arroyos en abundancia;
pero, ¿podrá también darnos pan?
¿Podrá proveer carne para su pueblo?»
Por tanto, el Señor oyó y se enojó;
se encendió un fuego contra Jacob,
y su ira se levantó contra Israel,
porque no creyeron en Dios,
ni confiaron en su salvación.
Pero mandó a las nubes de arriba,
y abrió las puertas del cielo;
hizo llover sobre ellos maná para que comieran,
y les dio trigo del cielo.
Cada uno comió el pan de los ángeles;
les envió comida hasta saciarlos.
Hizo soplar el viento del este en el cielo,
y con su poder trajo el viento del sur;
hizo llover carne sobre ellos como polvo,
aves como arena del mar;
las hizo caer en medio del campamento,
alrededor de sus tiendas.
Comieron y se saciaron;
les dio lo que habían deseado.
Pero aún no habían saciado su deseo,
y mientras aún tenían la comida en la boca,
se levantó contra ellos la ira de Dios,
y mató a los más fuertes de ellos,
abatió a los jóvenes de Israel.
A pesar de todo esto, siguieron pecando,
y no creyeron en sus maravillas.
Por tanto, hizo que sus días fueran vanos,
y sus años, llenos de terror.
Cuando los mataba, entonces buscaban a Dios;
se volvían a él arrepentidos.
Recordaban que Dios era su roca,
y el Dios Altísimo, su redentor.
Pero lo engañaban con sus palabras,
y le mentían con sus lenguas;
su corazón no era recto con él,
ni fueron fieles a su pacto.
Pero él, siendo misericordioso, perdonaba la iniquidad,
y no los destruía;
una y otra vez refrenaba su ira,
y no despertaba todo su furor.
Recordaba que eran carne,
un soplo que se va y no vuelve.
¿Cuántas veces se rebelaron contra él en el desierto,
y lo ofendieron en el yermo?
Una y otra vez pusieron a Dios a prueba,
y provocaron al Santo de Israel.
No se acordaron de su poder,
del día en que los redimió de la opresión,
cuando hizo sus señales en Egipto,
y sus maravillas en el campo de Zoán.
Convirtió sus ríos en sangre,
y sus arroyos, para que no pudieran beber.
Envió enjambres de moscas que los devoraron,
y ranas que los destruyeron.
Dio sus cosechas a la oruga,
y sus frutos, a la langosta.
Destruyó sus viñas con granizo,
y sus higueras, con pedrisco.
Entregó su ganado al granizo,
y sus rebaños, a los rayos.
Envió sobre ellos su ardiente ira,
furor, indignación y angustia,
una hueste de ángeles destructores.
Abrió camino a su ira;
no los libró de la muerte,
sino que entregó su vida a la plaga.
Hirió a todos los primogénitos de Egipto,
las primicias de su fuerza en las tiendas de Cam.
Hizo salir a su pueblo como ovejas,
y los guió como a un rebaño por el desierto.
Los guió con seguridad, sin temor,
mientras que el mar cubría a sus enemigos.
Los llevó hasta su frontera sagrada,
hasta la montaña que su diestra había adquirido.
Expulsó a las naciones de delante de ellos,
y les asignó por herencia su tierra,
y les hizo habitar en las tiendas de ellos.
Pero ellos pusieron a prueba y provocaron al Dios Altísimo,
y no guardaron sus testimonios;
se volvieron atrás, y fueron infieles como sus padres;
se desviaron como un arco engañoso.
Le provocaron con sus lugares altos,
y con sus imágenes talladas lo irritaron.
Lo oyó Dios, y se enojó,
y en gran manera aborreció a Israel,
de modo que dejó su tabernáculo en Silo,
la tienda donde habitó entre los hombres,
y entregó su poder al cautiverio,
y su gloria, en mano del enemigo.
Entregó su pueblo a la espada,
y se enojó contra su heredad.
Sus jóvenes fueron devorados por el fuego,
y sus vírgenes, sin ser casadas, lloraron.
Sus sacerdotes cayeron a espada,
y sus viudas no hicieron lamentación.
Entonces el Señor se despertó como quien duerme,
como un guerrero que grita de vino.
Hirió a sus enemigos por detrás,
y los puso en perpetua afrenta.
Rechazó la tienda de José,
y no escogió la tribu de Efraín,
sino que escogió la tribu de Judá,
el monte de Sion, que amaba.
Edificó su santuario como los lugares altos,
como la tierra que fundó para siempre.
Escogió a David, su siervo,
y lo tomó de las majadas de las ovejas;
lo trajo de detrás de las paridas,
para que apacentara a Jacob, su pueblo,
y a Israel, su heredad.
Los apacentó con integridad de corazón,
y los guió con la pericia de sus manos.
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